La celebridad que adquirió en la antigua Grecia débase no sólo a su mérito
intrínseco, sino también a haber dado a sus poesías un tinte voluptuoso que
embriagaba de placer a sus compatriotas. No había nacido Anacreonte, ingenio
esencialmente templado, para cantar los grandes asuntos, y así lo declara en
una de sus más bellas composiciones, a la Lira: así, no los trató nunca.
Su poesía es la del hombre que mira la vida bajo un prisma sonriente, que
solo halla en su camino risas y placeres, que describe con delicados colores
cuanto puede halagar los sentidos, que, en fin, vive entregado por entero a los
amores y a los deleites de la mesa. Sus versos destruyen la sana moral, porque
presentan el vicio con atractivas galas y elogian los objetos más contrarios a
la virtud.
Canta al bello sexo, y afirma que cuanto más próximo se halle el día de la
muerte, tanto más anhelo debemos sentir por la satisfacción de nuestros
placeres, porque con el sepulcro todo acaba. Un escritor moderno dice que este
vate escribía con pluma de oro empapada en esencia de rosas, y que sus imágenes
suaves como el rocío, sus poesías delicadas, sus descripciones sencillas y
naturales, sus conceptos variados, y la armonía de sus amorosas y festivas
canciones a la vez que imprimen novedad a los objetos más vulgares, colocan a
su autor en lugar preferente entre los poetas clásicos, no habiendo entre los
griegos cultivadores del erotismo otro que aventaje en este género a nuestro
biografiado.
En efecto, aun siendo pocos los cantos que a nosotros han llegado íntegros,
bastan, con los fragmentos de los demás, para justificar el entusiasmo de sus
contemporáneos y de todos los escritores antiguos por el poeta de Teos. Es
difícil descubrir, en la colección que lleva su nombre, lo que es realmente suyo
y lo que pertenece a sus imitadores. Desde luego algunos hay que rechazarlos
por su afectación, y otros por sus tendencias epigramáticas, caracteres ambos
de una época posterior. La poesía de Anacreonte es sencilla, ingenua, correcta,
enérgica y vigorosa en ocasiones, graciosa y risueña, tiernamente patética,
pero nunca afectada.
I
¿A qué
me instruyes en las reglas de la retórica?
Al fin
y al cabo, ¿a qué tantos discursos
que en
nada me aprovechan?
Será
mejor que enseñes a saborear
el
néctar de Dionisios
y a
hacer que la más bella de las diosas
aun me
haga digno de sus encantos.
La
nieve ha hecho en mi cabeza su corona;
muchacho,
dame agua y vino que el alma me adormezcan
pues el
tiempo que me queda por vivir
es
breve, demasiado breve.
Pronto
me habrás de enterrar
y los
muertos no beben, no aman, no desean.
II
De la
dulce vida, me queda poca cosa;
esto me
hace llorar a menudo porque temo al Tártaro;
bajar
hasta los abismos del Hades,
es
sobrecogedor y doloroso,
aparte
de que indefectiblemente
ya no
vuelve a subir quien allí desciende.
No hay comentarios:
Publicar un comentario